El 19 de septiembre de 2017 el rayo cayó
por segunda vez sobre el mismo árbol;
a 32 años de los sismos de 1985 la ciudad
resintió un nuevo terremoto. Otra vez, aunque en una proporción mucho menor, los
habitantes de la urbe sentimos moverse la
tierra bajo las plantas de nuestros pies, de
nuevo muros y techos se vinieron abajo y
cientos de vecinos quedaron atrapados bajo
los escombros: el miedo, el dolor y la impotencia se apoderaron de todos nosotros.
Súbitamente, decenas de almas perdieron
la vida, otros agonizarían entre lozas de
cemento y muros de ladrillo.
Del paisaje
devastador emergió también una ola de solidaridad humana y a los pocos minutos del
episodio sísmico miles de manos se propusieron auxiliar a las víctimas: primero
fueron los vecinos, quienes se encontraban
en el mismo lugar de los hechos, (jóvenes en
su inmensa mayoría), los que se encaramaron en las construcciones colapsadas. Muy
pronto arribaron los cuerpos de rescate, civiles y militares; horas después, (12, 24 a lo
sumo), se hacía presente la ayuda internacional. El bálsamo sanador de la solidaridad
cubrió la ciudad lastimada y esta se debatió
en sentimientos encontrados: dolor y duelo,
por un lado; entusiasmo participativo, generosidad desbordada, por el otro.